Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca.
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Palabra del Señor

Meditación
María, Madre de la Iglesia.
El Evangelio de Juan hoy nos narra. Al pie de la cruz, estaba la Virgen María y algunas mujeres, y el Discípulo amado. De alguna manera, vemos a María fiel desde el principio hasta el final. Aquel “sí” que dio un día, ya lejano, en Galilea, aceptando la voluntad de Dios, se confirma especialmente en esos momentos tan duros, cuando la profecía de Simeón – una espada de dolor te atravesará el corazón – se hace realidad.
Lo que las lecturas de hoy nos recuerdan es la unión entre la madre del Salvador y la Madre de la Iglesia. De la primera Eva, que nos trae la calamidad al mundo, a la nueva Eva, madre de la Iglesia.
Antes de morir, Jesús confía a su Madre al Discípulo amado, y, por extensión, a toda la Iglesia. La Madre de Cristo se convierte en la Madre de la Iglesia. Ella es nuestra Madre. Eso es otro motivo para la esperanza, porque no hay mejor abogada que una madre amorosa.
En todo caso, la Liturgia nos recuerda, continuamente, que incluso en los peores momentos, de alguna manera, Dios se ocupa de nosotros. A través de la comunidad, de los Sacramentos, de la oración, de la intercesión de la Virgen María, de los méritos del mismo Jesús, siempre escucha nuestras súplicas, incluso las que no nos atrevemos a formular...
Amén
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